lunes, octubre 17, 2011
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lunes 17 de octubre de 2011
Ciudadano Shalit
GABRIEL ALBIAC
Disminuir tamaño del textoAumentar tamaño del textoNACIDO en 1947, mediante unificación de los diversos grupos de autodefensa civil que precedieron a la independencia, el Tsahal (Ejército de Defensa de Israel) es una fuerza militar tan poco común como la nación cuya defensa asume. Todo lo determina un postulado crucial: una sola derrota frente al enemigo arrastraría la aniquilación de Israel y el exterminio de sus ciudadanos. Al cual se añade un segundo: la victoria —el «desarme del enemigo» que teorizara Clausewitz— no es hipótesis verosímil en esta guerra, dada la desproporción territorial y demográfica entre los contendientes. Tener que ganar cada una de las batallas que se libren —o bien perecer en ella—, sin esperanza de que eso desencadene el fin del enemigo, sella la paradoja de un ejército que, desde las primeras organizaciones guerrilleras de los años veinte hasta hoy, no ha sido otra cosa que el pueblo de Israel en armas. La extremada profesionalidad de quienes ejercen su maquinaria bélica lo es, ante todo, como garantía de que ninguno de los que hacen que esa máquina funcione pierda un solo privilegio de su condición humana: ni en lo jurídico, ni en lo político, ni en lo moral.
Nadie va entender nada del sacrificio terrible que hará el Estado de Israel para salvar a uno solo de sus soldados secuestrado, si no se acerca al núcleo conceptual de esa paradoja de la cual Israel y Tsahal son nombres. Defender la vida de cada ciudadano es —para un Israel cuyo recuerdo de la Shoà nazi determina todo presente— un mandato sagrado. Al cual se corresponde la paralela inviolabilidad moral del enemigo. No existe ejército en el mundo con un código de conducta tan estricto, y con tanto escrúpulo aplicado, como el de esa «pureza de las armas» que su manifiesto ético formula: «Los soldados de Tsahal no recurrirán a sus armas ni a la fuerza más que en el marco de sus misiones, y sólo en caso de necesidad, y conservarán una actitud humana aun durante el combate. Los soldados de Tsahal no recurrirán a sus armas ni a la fuerza para conminar a seres humanos que no sean combatientes o prisioneros de guerra, y harán todo para evitar que puedan ser puestos en riesgo sus vidas, sus cuerpos, su dignidad y sus bienes».
Gilad Shalit ha sido, a lo largo de estos cinco años de secuestro, la piedra de toque de un ejército que tiene como norma primera no abandonar jamás a un compañero en el campo de batalla: ni herido, ni muerto, ni prisionero. No por honor militar. No, fundamentalmente. Todo militar de carrera sabe hasta qué punto los cálculos estratégicos tienen —y es lo más duro del oficio— que estar hechos del sacrificio de hombres para salvar hombres: Omaha Beach, en junio de 1944, es el apocalíptico monumento a esa trágica grandeza. No, Shalit no es más soldado que cualquier otro adulto israelí. Hombre o mujer, indistintamente. Por eso no es sacrificable como pieza de ajedrez en el tablero de la guerra. Cada judío de Israel se sabe parte de un Estado y un Ejército que libran sobre la vida de cada uno de sus ciudadanos la batalla última. ¿Quién, de no ser así, soportaría vivir en el perpetuo acoso de una guerra en la cual basta una derrota para ser aniquilado, y en la cual no hay victoria que se pueda soñar definitiva?
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